Tratando de Conocer a los Estadounidenses III
Estados Unidos: ¿dónde nos perdimos?
Cuando llegamos a Estados Unidos, los latinos solemos ver dos caras de un mismo país. Por un lado, la nación que se levantó con trabajo duro, disciplina, innovación y diversidad cultural; el país del famoso sueño americano, de oportunidades que en nuestras tierras a veces parecen imposibles. Pero también está la otra cara, la que vemos cada día en las noticias y en nuestras calles: violencia, drogas, divisiones políticas, niños frustrados en un sistema escolar que muchos critican, estafadores en internet, trata de personas, soledad y desconfianza. Surge entonces una pregunta que no se puede evitar: ¿cómo un país que ha sido ejemplo de progreso y libertad se ha convertido también en líder en tantas cosas negativas? ¿Dónde nos perdimos?
Para entenderlo, tenemos que mirar no solo los éxitos de la historia estadounidense, sino también los costos que han venido con ellos.
Estados Unidos siempre fue un país de velocidad. En apenas unos siglos pasó de ser una colonia a convertirse en la potencia más influyente del planeta. Esa rapidez, que es motivo de admiración, también trae inestabilidad. Los cambios suceden tan rápido que muchas familias y comunidades no logran adaptarse. En esa prisa por crecer, por innovar, por estar siempre un paso adelante, se han ido debilitando los lazos que sostienen a cualquier sociedad: la familia, la comunidad, la escuela, la confianza en las instituciones.
La ética protestante que dio origen a este país enseñaba que el individuo debía trabajar duro, ahorrar, ser responsable y autosuficiente. Esa mentalidad fue clave para construir riqueza y movilidad social. Pero cuando se lleva al extremo, se convierte en individualismo puro. “Cada uno se salva solo”, parece ser el mensaje. Y en un país donde lo colectivo se debilita, aparece la soledad, la ansiedad y la competitividad feroz que rompe lazos. Eso abre la puerta al consumo de drogas como escape, a la violencia como respuesta a la frustración, y a la desconfianza que se ve reflejada en la política y en la vida diaria.
La educación es otro ejemplo claro de esta contradicción. Estados Unidos tiene algunas de las mejores universidades del mundo, pero también un sistema escolar público muy desigual. Un niño que nace en un barrio pobre difícilmente recibe la misma calidad educativa que uno en un suburbio rico. Esa brecha alimenta frustración, resentimiento y falta de oportunidades. Muchos jóvenes crecen sin sentir que el sistema les ofrece un futuro. Y cuando el futuro se ve oscuro, es más fácil caer en la violencia, en las pandillas o en la droga.
A esto se suma la lógica de mercado que lo invade todo. En un país donde casi cualquier cosa puede convertirse en negocio, surgen también negocios oscuros. La industria farmacéutica contribuyó a la epidemia de opioides que destruyó comunidades enteras. Internet, con toda su innovación, también abrió las puertas a estafadores y manipuladores que juegan con la ingenuidad de la gente. Y el tráfico humano, uno de los crímenes más terribles, encuentra en Estados Unidos un destino con alta demanda, lo que lo convierte en un líder también en esta tragedia.
El terreno político tampoco ayuda. Estados Unidos fue pensado como un país de equilibrios, donde distintas visiones podían convivir. Sin embargo, en los últimos años la polarización se ha vuelto casi una guerra interna. Republicanos y demócratas parecen más interesados en destruir al adversario que en buscar soluciones conjuntas. Y cuando la política se convierte en un ring, el ciudadano común se queda sin representación real. Esa desconfianza hacia los líderes, los jueces, la policía y los medios alimenta el cinismo: la sensación de que ya nada funciona, de que nadie dice la verdad, de que cada uno está por su cuenta.
Con todo esto, es comprensible que muchos piensen que Estados Unidos se está derrumbando. Pero, ¿realmente es así? Creo que no. Más bien, estamos en un momento de crisis de propósito. Este país sigue siendo poderoso, creativo y lleno de oportunidades, pero ha perdido de vista aquello que lo hizo grande: no solo la libertad individual, sino también la fuerza de la comunidad.
Cuando protestantes, judíos, afroamericanos y, más recientemente, latinos, aportaron al desarrollo de esta nación, lo hicieron no desde el individualismo, sino desde la comunidad. Los protestantes fundaron aldeas y universidades donde todos podían crecer. Los judíos crearon redes de apoyo que aseguraban que el éxito de uno beneficiara a los demás. Los afroamericanos levantaron iglesias y movimientos de derechos civiles que cambiaron el rumbo del país. Los latinos han llenado de vida, trabajo y cultura sectores enteros de la economía y la sociedad. Siempre que una comunidad se unió, Estados Unidos dio un salto adelante.
Eso es lo que hace falta hoy: recuperar el sentido de propósito compartido. Estados Unidos no se perderá por falta de dinero, ni por falta de tecnología, ni siquiera por falta de poder militar. Lo que puede derrumbarlo es la pérdida de cohesión, de sentido común, de valores colectivos. Y eso solo se recupera en lo pequeño: en las familias que se fortalecen, en las escuelas que educan no solo para competir, sino para convivir, en comunidades que se apoyan, en ciudadanos que deciden ser parte de la solución en lugar de esperar que otros resuelvan.
¿Dónde nos perdimos? Tal vez en olvidar que la libertad no es solo hacer lo que uno quiere, sino también usar esa libertad para construir algo con los demás. Estados Unidos necesita recordar que la verdadera grandeza no se mide en el tamaño de su economía, sino en la calidad de la vida en común que logra ofrecer a todos sus habitantes.
Para nosotros, los latinos que vivimos aquí, esta reflexión también es un llamado. No basta con señalar lo que anda mal; tenemos que preguntarnos cómo aportamos nosotros a lo que puede andar bien. Ya demostramos que sabemos trabajar duro, que traemos alegría, cultura y juventud. El siguiente paso es organizarnos más, educarnos más, apoyarnos entre nosotros y ser protagonistas de una renovación que este país necesita con urgencia.
Porque vivir con propósito, en este contexto, significa no resignarnos al cinismo ni a la queja. Significa creer que, así como otras comunidades transformaron este país en el pasado, nosotros también podemos ayudar a que Estados Unidos no se derrumbe, sino que renazca.