De las leyes nace la libertad

Cuando hablamos de libertad, muchas veces la imaginamos como la posibilidad de hacer lo que queramos sin que nadie nos ponga límites. Pero si lo pensamos bien, la libertad real no funciona así. La libertad florece cuando existen leyes que la protegen y cuando, desde dentro, usamos esa libertad con responsabilidad y en paz.

Por eso me gusta recordar dos frases que parecen simples pero que encierran una verdad profunda: “De las leyes nace la libertad” y “Libertad es hacer en paz lo que se debe hacer.”

Pensemos en libertades muy concretas: la de palabra, de prensa, de pensamiento y de religión. Todas ellas han sido conquistas históricas que hoy disfrutamos, pero que también pueden convertirse en armas de doble filo cuando se usan sin responsabilidad.

La libertad de palabra, por ejemplo, nos permite expresar nuestras ideas sin miedo a ser callados. Es un derecho precioso. Pero ¿qué pasa cuando alguien confunde libertad con licencia para insultar, humillar o difundir odio? Entonces la libertad de uno se convierte en la opresión de otro. Hablar libremente no significa hablar sin respeto. La verdadera libertad de palabra no destruye, construye.

La libertad de prensa es igual de importante. Una sociedad sin periodismo libre termina manipulada y engañada. Pero también hemos visto cómo algunos medios abusan de ese poder para difundir noticias falsas, manipular emociones o servir intereses ocultos. La ley protege la libertad de informar, pero el deber es hacerlo con honestidad. Porque si la prensa usa su libertad para engañar, traiciona la razón misma por la que existe.

La libertad de pensamiento es quizás la más íntima. Nadie puede controlar lo que piensas. Pero esa libertad también se puede mal usar cuando se convierte en cerrazón, intolerancia o fanatismo. Pensar diferente es un derecho, pero creer que mi manera de pensar me da derecho a aplastar la tuya ya no es libertad: es abuso.

Y la libertad de religión es uno de los terrenos donde más se ve esta tensión. Las leyes garantizan que cada persona pueda creer, adorar o incluso no profesar ninguna fe. Pero a veces, en nombre de esa libertad, unos grupos buscan imponer sus creencias sobre todos los demás. O al revés: hay quienes ridiculizan o desprecian la fe de otros creyendo que eso también es ejercer libertad. La verdadera libertad religiosa no impone ni ridiculiza; respeta.

Aquí aparece un punto delicado: también hay minorías que, con toda razón, reclaman la igualdad de derechos que siempre les ha correspondido. Pero a veces, en ese reclamo, se cae en el error de pensar que tener libertad significa que todos los demás deben aceptar y aplaudir sin posibilidad de diálogo o diferencia. La libertad de una minoría no puede ser la mordaza de la mayoría, así como la libertad de la mayoría no puede ser el aplastamiento de la minoría. La libertad se sostiene solo cuando existe equilibrio y respeto mutuo.

Y lo mismo pasa con el público en general. A veces, bajo el argumento de “yo soy libre”, se justifican abusos que afectan a otros: desde difundir odio en redes sociales hasta no respetar reglas básicas de convivencia. En esos casos, la libertad deja de ser libertad y se convierte en capricho. Y un capricho que atropella no es libertad, es egoísmo.

Por eso es tan cierto que de las leyes nace la libertad: porque son las leyes las que marcan el límite que protege a todos, evitando que la libertad de uno se convierta en la esclavitud del otro. Y por eso también es verdad que la libertad es hacer en paz lo que se debe hacer: porque solo cuando usamos nuestras libertades con respeto y responsabilidad podemos vivir juntos sin destruirnos.

La libertad no es un terreno sin normas ni un permiso para imponer. Es un espacio protegido por leyes y alimentado por un corazón que sabe vivir en paz. De esa manera, las libertades de palabra, de prensa, de pensamiento y de religión dejan de ser armas y se convierten en puentes. Y al final, esa es la libertad que realmente importa: la que nos hace a todos iguales, la que respeta las diferencias y la que nos ayuda a vivir con propósito.


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