La libertad de migrar
Un derecho que interpela al mundo
Cuando hablamos de libertad, pocas veces pensamos en la más básica de todas: la libertad de movernos, de buscar un lugar donde podamos vivir con dignidad, trabajar en paz y dar un futuro a nuestra familia. Sin embargo, en estos tiempos de grandes movimientos humanos hacia Europa y Estados Unidos, la libertad de migrar se ha convertido en uno de los temas más urgentes y sensibles de nuestra época.
Migrar no es un capricho. Muy pocas personas dejan atrás su tierra, su idioma, sus costumbres y hasta a sus seres queridos solo por “probar suerte”. La mayoría lo hace porque la vida en su país se ha vuelto insoportable: guerras, hambre, persecución política, violencia, crisis económicas que no ofrecen futuro. Migrar, entonces, no es simplemente un deseo: es una necesidad, un derecho profundamente humano.
Aquí vuelve a resonar esa frase que tanto hemos reflexionado: “De las leyes nace la libertad.” Porque aunque la libertad de migrar está enraizada en la naturaleza humana, en la práctica depende de los marcos legales que la permitan o la limiten. Las fronteras son inventos humanos; los derechos, en cambio, son inherentes. Cuando una persona busca un lugar seguro para vivir y trabajar, su libertad choca contra las leyes de los Estados que controlan quién entra y quién sale.
Europa y Estados Unidos se han convertido en destinos soñados para millones de migrantes. Allí ven posibilidades de seguridad, educación, salud y oportunidades que en sus países ya no existen. Pero también se topan con muros, leyes restrictivas, discursos de odio y políticas que a veces parecen olvidar que detrás de cada migrante hay una historia, una familia, un corazón que busca lo mismo que todos: vivir en paz.
Ahora bien, aquí también entra en juego la otra frase: “Libertad es hacer en paz lo que se debe hacer.” Porque migrar libremente no significa hacerlo de cualquier manera, sin respeto ni responsabilidad. Quien migra también asume deberes: integrarse a la sociedad que lo recibe, respetar sus leyes, contribuir con trabajo y esfuerzo, aprender y dar lo mejor de sí. Esa es la manera en que la libertad de migrar deja de ser un conflicto y se convierte en un puente.
Por supuesto, también existen abusos. Hay quienes utilizan la migración como bandera política, exagerando temores o dividiendo sociedades. Otros abusan del dolor humano convirtiendo a los migrantes en mercancía, a través del tráfico de personas. Y también hay minorías que, en nombre de sus derechos, olvidan el deber de respetar la cultura que los acoge. Todo esto genera tensiones que dificultan ver lo esencial: que la migración, bien vivida, puede ser una riqueza para todos.
La libertad de migrar no significa que no existan reglas. Significa que las reglas deben ser justas, humanas, equilibradas. Una sociedad que cierra totalmente sus puertas se encierra en sí misma y pierde la riqueza de lo diverso. Una sociedad que abre sin orden también corre el riesgo de generar caos. El desafío está en encontrar un camino donde la libertad y la responsabilidad caminen juntas.
Al final, la pregunta que cada país debe hacerse es sencilla pero profunda: ¿cómo puedo proteger mi seguridad sin negar la humanidad de quienes buscan refugio en mí? Y la pregunta que cada migrante debe hacerse también es clara: ¿cómo puedo aprovechar esta nueva oportunidad de vida sin olvidar que la libertad verdadera implica respeto, paz y deber cumplido?
La libertad de migrar es, en última instancia, la libertad de soñar con un futuro mejor. Y cuando se vive con responsabilidad de ambas partes —del que llega y del que recibe— no solo se transforman las vidas individuales, sino que se enriquece la humanidad entera.
Porque migrar no es un delito. Migrar es un acto de esperanza. Y esa esperanza, protegida por leyes justas y vivida en paz, es la esencia de la libertad que todos anhelamos.