La Regla de Oro
Pocas frases en la historia de la humanidad han tenido tanta fuerza como la llamada Regla de Oro: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” o, en otra de sus versiones, “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”. Aparece en la Torá, en los Evangelios, en el Talmud, en el Corán y en los hadices del profeta Muhammad. Es decir, atraviesa culturas, religiones y épocas distintas. Y, sin embargo, más de tres mil años después, todavía no podemos decir que la humanidad la viva de manera plena. Basta mirar alrededor: guerras, odios, divisiones, discriminación, explotación. Todo eso sigue presente. Entonces surge la gran pregunta: ¿cómo es posible que un principio tan sencillo y universal no haya sido todavía asimilado en el corazón de cada ser humano?
Quizás la primera respuesta está en la naturaleza humana. Desde hace milenios, las tradiciones reconocen que en nosotros conviven dos fuerzas: una inclinación hacia el bien y otra hacia el egoísmo y la destrucción. La psicología moderna lo confirma: protegernos a nosotros mismos y a nuestro grupo es un instinto básico. La empatía, en cambio, requiere aprendizaje, disciplina y conciencia. La Regla de Oro no es un reflejo automático como respirar, sino un ideal moral que necesita ser elegido cada día.
El otro obstáculo es que lo que parece sencillo en lo personal, se complica en lo colectivo. Un individuo puede entender que no debe dañar a su vecino, pero cuando hablamos de pueblos, religiones o naciones, surgen intereses más fuertes: poder, territorio, economía, identidad. Lo que es evidente a nivel personal se oscurece en la política y en los conflictos de masas. Por eso vemos cómo sociedades profundamente religiosas, que repetían la Regla de Oro en sus templos, al mismo tiempo podían justificar conquistas, esclavitud o guerras.
A esto se suma la distancia entre conocer una verdad y vivirla. Saber no es lo mismo que transformarse. Millones saben que fumar daña la salud y siguen fumando. Del mismo modo, escuchar la Regla de Oro no garantiza que se practique. Pasar de la mente al corazón es la parte más difícil. Poner en práctica esa verdad implica vencer el egoísmo, el miedo y el deseo de poder. Y eso no ocurre de manera automática.
Aun así, tampoco podemos negar que hemos avanzado. Aunque la violencia sigue marcando la historia, también han nacido frutos importantes: la abolición de la esclavitud, la proclamación de los derechos humanos, el reconocimiento de la dignidad de cada persona, el crecimiento de movimientos de justicia social y de organizaciones humanitarias que encarnan, al menos en parte, ese espíritu de compasión. Lo que antes era solo un mandamiento religioso hoy se reconoce como un principio ético universal.
Entonces, ¿por qué sigue costando tanto? Porque la Regla de Oro exige más que entenderla: exige vivirla de forma concreta. Nos invita a renunciar al egoísmo y abrirnos a la empatía radical. Y eso es difícil en un mundo que nos empuja al individualismo, al consumo y a competir antes que a cooperar. Vivirla implica a veces ir contra corriente, contra lo más cómodo y contra lo que parece más “útil” a corto plazo.
Quizás por eso conviene verla no como una meta que debíamos haber alcanzado hace siglos, sino como una estrella guía que acompaña a la humanidad en su largo proceso de maduración. Ahí está, recordándonos lo que podemos llegar a ser. Nos muestra nuestra fragilidad, pero también nuestro potencial. Y aunque no la vivamos plenamente, su sola existencia inspira a sabios, líderes, movimientos de paz y a millones de personas que, en la vida cotidiana, tratan de ponerla en práctica en gestos pequeños y concretos.
Hoy más que nunca necesitamos integrarla en la educación, en la política, en la economía y en la vida diaria. Porque vivimos en un mundo interconectado donde nuestras acciones impactan en personas que ni siquiera conocemos. La verdadera pregunta no es por qué después de 3000 años no vivimos la Regla de Oro. La verdadera pregunta es: ¿qué puedo hacer yo, aquí y ahora, para vivirla en mi vida diaria?
Cada vez que alguien elige tratar con respeto, con compasión y con justicia a otro ser humano, aunque sea en una situación mínima, la humanidad avanza un paso más en ese camino. Tal vez la enseñanza siempre fue sencilla de entender, pero difícil de vivir. Y quizá allí radica su poder: en que nos invita a intentarlo todos los días, en cada decisión, en cada relación. Porque el verdadero cambio no ocurre de golpe en la historia, sino poco a poco, en el corazón de quienes deciden amar a los demás como quisieran ser amados.