La tiranía del niño perfecto

Cuando los colegios olvidan su propósito

En los últimos años, muchos colegios modernos parecen haber caído en una obsesión peligrosa: admitir solamente a los niños “perfectos”. Se disfrazan de instituciones inclusivas y de vanguardia, pero detrás de sus exámenes de admisión sicomotrices y pruebas de lenguaje rígidas, esconden una dura realidad: están discriminando a los más pequeños en la etapa más vulnerable de su vida.

¿Qué sentido tiene evaluar a un niño de tres o cuatro años como si fuera un adulto en miniatura? A esa edad, las diferencias en motricidad, lenguaje o socialización son completamente normales. Sin embargo, algunos colegios deciden que un niño que no salta en un solo pie, no dibuja un círculo perfecto o no sigue instrucciones al pie de la letra “no está listo”. ¿Listo para qué? ¿Para encajar en un molde de perfección que nunca debería existir en la infancia? La situación llega al extremo de que incluso si un hermano ya estudia en el colegio, no dudan en rechazar al más pequeño por no cumplir con su exigente “perfil ideal”.

La neurociencia nos recuerda algo que estos colegios parecen olvidar: los niños aprenden imitando, gracias al método de las neuronas espejo. Ver a otros compañeros intentar, equivocarse y mejorar es lo que realmente impulsa el desarrollo. Entonces, ¿por qué crear aulas llenas de clones “perfectos” en lugar de fomentar la diversidad que enriquece?

Pero no solo los niños sufren con esta lógica excluyente. El impacto en los padres y las familias es brutal. Semanas de preparación absurda para una “prueba” que no mide lo verdaderamente importante. Estrés y culpa cuando un niño es rechazado, y los padres sienten que fallaron en algo. Abuelos, tíos y hermanos también cargan con la frustración. En lugar de unión entre familias, se crea una competencia tóxica por demostrar quién tiene al hijo más precoz. Lo más triste es que el rechazo temprano deja cicatrices: un niño que no entiende por qué lo “dejaron afuera” y unos padres que se sienten juzgados como si fueran culpables de un crimen.

La pregunta incómoda es: ¿quién debería ser evaluado realmente, el niño o el colegio? Un centro educativo con propósito debería demostrar si está preparado para recibir a niños diversos, con fortalezas y debilidades, con ritmos distintos, con realidades familiares únicas. La tarea de la escuela no es seleccionar, sino acompañar, estimular y formar seres humanos íntegros. El mejor examen de admisión sería preguntarle al colegio: ¿está dispuesto a respetar la infancia como etapa de exploración y juego? ¿Puede ofrecer apoyo a niños que aún no desarrollan ciertas habilidades? ¿Entiende que detrás de cada niño hay una familia que merece respeto y tranquilidad?

Educar no es crear vitrinas de perfección. Educar es aceptar, acompañar y guiar. Si seguimos alimentando este modelo de selección elitista, no solo estaremos dañando a los niños y a sus familias, sino también construyendo una sociedad intolerante y superficial. Los colegios deben volver a recordar su propósito: formar seres humanos capaces de vivir con propósito, no con perfección.


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